Mi abuelo también fue ganadero, si a tener un rebaño de algo más de cien ovejas se le puede dar tal nombre. Les cuento viejas historias recordadas, u olvidadas, en muchas familias, porque, si nos remontamos un par de generaciones, la mayorÃa de nosotros venimos de un pueblo, de uno de los innumerables pueblos de Castilla. Pues bien, mi abuelo, el que compró el primer tractor y ya no se quiso subir a él, tenÃa un rebaño mediano. Y hasta pastor, que vivÃa en la tenada del callejón.Â
​En el pueblo habÃa tres clases de familias. Los ricos, los Gallardo, pequeños terratenientes, el mejor rebaño del pueblo, casona de sillerÃa de dos pisos con alero de madera y canalón, montones a secar en la finca junto a la casa, dos o tres criados, hijos que estudiaban en Madrid y sombrilla, ella, la Gallarda, para pasear en verano; los riquejos como mi abuelo, ochenta obradas –unas treinta hectáreas– casona de mamposterÃa con puerta carretera, patio empedrado y cochera, cuadras para los machos, a un lado del zaguán, y para las cuatro vacas, al otro, agostero andaluz, montones en las eras y geranios en las ventanas; y los pobres como las ratas, que no tenÃan nada, aparte de muchos hijos y mucha hambre, que trabajaban como mulos para otros, malvivÃan en casuchas de adobe y se fueron yendo a Madrid a ganarse el pan.
En este estado de cosas, la ganaderÃa de mi pueblo estaba organizada de la siguiente forma. Los zagales, los hijos de los pobres, en cuanto sabÃan leer y escribir, se pasaban el dÃa en las rastrojeras, en los barbechos o en el monte con las ovejas que no tenÃan pastor propio. El vaquero, que era capaz de tumbar una vaca de un garrotazo a más de veinte metros de distancia, se hacÃa cargo, además de las vacas, de los machos, yeguas y caballejos desocupados. Los llevaba al prado –a veces más de cien animales– y no se le movÃa ni uno. Como a la maestra los niños en la escuela. No se movÃa ni uno. También habÃa gallinas, que se autogestionaban por los cercados y calles del pueblo, uno o dos cerdos para la matanza en las casas buenas, palomas y pichones en las viejas cámaras y hasta alguna conejera de alambre en algún rincón del patio.
​Mi tÃo Juan, el que ya se compró un Jondi, cuando era muy niño, juntaba un montón de gallaritas –esas bolitas acorchadas que salen en los robles y en las encinas y que tienen un bicho dentro– y las pastoreaba con un palito. CogÃa su rebaño imaginario y, en las cortas tardes de invierno, le daba toda la vuelta a la casa, hasta la solana, donde asomaban las primeras hierbas. Ya hombre, cuando se hizo cargo de todo, lo que le gustaba eran las ovejas. Llegó a tener un gran rebaño, un rebaño de rico, y se dejó un capital en esquilas y cencerros. ConocÃa una por una a todas y sabÃa, cuando se despistaba alguno, quién era la madre de cada cordero. TenÃa un pastor a sueldo, con seguridad social y dÃas libres, pero él estaba siempre pendiente de todo: en la nave con la paja a vueltas, con el veterinario cuando se quitaron los moruecos o paseando su rebaño, el mejor rebaño de la zona decÃan todos, cuando hacÃa falta.
​Porque los corderos, a finales del siglo pasado, daban dinero. Se pagaban bien. Te permitÃan tener un buen fajo de billetes en el bolsillo. Después se pusieron de moda los cerdos, y todo el que pudo puso una pequeña nave. Pero los cerdos son unos guarros, son como animales salvajes, comen mucho, cualquier cosa, hasta la mano si te descuidas, y cagan como cochinos. Por eso, y porque se industrializó el sector, mi tÃo Juan quitó pronto los cerdos. Pero se resistió a dejar las ovejas. Su hijo, mi primo Juan, las fue vendiendo. Ya no habÃa forma de encontrar un buen pastor y cada vez pagaban menos por los corderos.
Ahora, mi tÃo Juan, que ha perdido la cabeza, ya no tiene ninguna oveja. Pero reconoce el cencerro que tenemos colgado en la jamba de la puerta de la casa del pueblo. «Ese es mÃo», dice. Y se queda mirándolo, y sueña con su rebaño de gallaritas.
Galaor de Langelot