Cuando éramos niños, nos costaba y nos entusiasmaba a la vez empezar las cosas: una tableta de chocolate, un estuche de pinturas, un balón de cuero. Ya no éramos pobres, pero nuestros padres nos contaban, no tan a menudo como lo recordaban, que ellos sí lo habían sido. Por eso, el balón de cuero se engrasaba y duraba toda la temporada, las pinturas se afilaban con cuidado para no romper la punta y el chocolate se racionaba en onzas salomónicamente repartidas. Los domingos, muchas familias podían permitirse tomar un vermú con calamares después de misa; alquilar un apartamento para irse quince días a la playa entró a formar parte del presupuesto familiar. El curso escolar –libros nuevos, estuche nuevo y zapatos nuevos, los que se habían estrenado el día de la fiesta del pueblo– se afrontaba con ilusiones renovadas.
La nueva clase media empobrecida que ha aparecido en los últimos años disimulaba discretamente su situación hasta que la inflación y la subida de los tipos de interés han bajado el telón del teatrillo. Acuciados por la necesidad y escudados en la reutilización, el neorruralismo y la huella de carbono venden y compran en Wallapop, pasan el verano en la casa del pueblo y el Hipercor queda demasiado lejos: mejor vamos al Mercadona y no cogemos el coche. Las depauperadas familias pequeño-burguesas, las familias obreras con pretensiones de ascender a segunda, los incombustibles autónomos y hasta los descendientes de la pata del caballo del Cid estrenan sus nóminas, o cobran sus facturas o exiguos réditos, con la angustia de saber que a mediados de mes habrá que ponerse en modo ahorro total.
En 1924 empezó su andadura el Ateneo de Burgos. Una asociación que se declaraba apolítica y abierta a todas las corrientes culturales de su tiempo, desde los “ismos” hasta el tradicionalismo castellanista, tenía un futuro incierto. Así fue: a partir de 1931, después de unos años de febril actividad, las tensiones políticas y sociales debilitaron las luces ateneístas. Como sabemos los iniciados, en 1941, su secretaria, Mari Cruz Ebro, entregará toda la documentación al archivero municipal.
Así pues, el verbo empezar –que tiene esa alegría con la que nuestras abuelas empezaban una hogaza de pan recién horneada– ha perdido sus connotaciones positivas. Echemos mano del verbo comenzar, más serio, más erudito, menos ingenuo. Comencemos, pues, el curso.
El socio n.° 3
Cuánta razón y qué ganas de comenzar de nuevo el curso en esta revista tan bonita y tan cultural. Después de los textículos de actualidad y Junto al río Ulay, ahora seguimos con el río, pero arriba. ¿Cuán grandes misterios envolverán a esta nueva sección? Aplausos, como siempre, para El socio n.º 3, que tan buen escritor es.
Comenzar es un destino obligado en todo ser humano, por serlo; pero es más duro ahora, cuando nos ha abandonado hace tiempo ya la infancia, porque sabemos que todo comienzo desemboca irremediablemente en un fin.
Al poco de comenzar un nuevo proyecto, alguien se encarga enseguida de cambiar las normas para frustrar nuestra efímera esperanza.
Pero comenzar es una actividad intrínseca al mero hecho de vivir. Por eso, los que ya hemos decidido no teñirnos más las canas, debemos intentar recuperar en nuestros ojos aquellas legañas que los cubrían en nuestra infancia, para, al restregarlas con los dedos sucios que acaban de acariciar el tesoro de un balón de cuero, podamos inventarnos un nuevo amanecer con promesa de chocolate en…
"al que sentíamos no tener derecho, como al suelo de las calles céntricas..." ¡Exacto! Te lo tomo prestado. Muy bueno.
"Comedlo despacio, que si no se acaba", o "Comedlo despacio, así os dura mas", nos instaba mi madre a comenzar, valga la redundancia, algún exquisito y excepcional manjar: un yogur de una yogurtera prestada, quizá...
Algunos vivimos intalados en el siniestro mundo del "se acabar" desde nuestra infancia, poco tierna. Por miedo al "se acabar", ciertos útiles escolares se manejaban con fatalista torpeza; otros, modestamente lúdicos, como la plastilina, eran objeto de veneración y no llegaban a deshacerse de su envoltorio. No la moldeaban nuestras manos: su color, nítido y brillante, merced a ese plástico transparente, desafiaba, en cambio, nuestra mirada. Y el vértigo de la ilusión y el deseo, condenados a no satisfacerse, nos introducían, por la puerta d…