Con flores a porfía
- Galaor de Langelot
- 30 may
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Recordarán los de mi generación que, llegado el mes de mayo, a finales de los setenta y principios de los ochenta, al menos en los patronatos y colegios concertados, había un día en el que se llevaban flores a la Virgen mientras se cantaba eso de Venid y vaamos toodos, con floores a María, con floores aa porfía, que maadre nueestra es. Eso de aa porfía, no nos quedaba muy claro pero, entonces, no te detenías a pensar en eso y, yo al menos, entonaba lo mejor que podía aquellos versos con mi voz de tenor en ciernes. Ahora, que ya sé lo que significa a porfía, y que sé otras muchas cosas, me hubiera gustado que en mi niñez alguien me hablase más de las flores y menos de aquellos misterios que siguen escapándose de mis entendederas.
Las flores pesan en el alma. El mortero de nuestro espíritu se fabrica con una palada de bondad, dos paladas de belleza y un cubo de verdad. Y, entreverados en la arena de la belleza, flores que son cantos, grávidos fragmentos de grava que nos aferran al mundo. Cada vez que observo una flor, me agarro a la vida, mi alma se lastra como un globo aerostático que nunca quisiera despegar.
En Sepúlveda, en la iglesia de El Salvador, las abundantes lluvias de este año han hecho florecer entre los sillares calizos los zapatitos de la Virgen. Las amapolas, que bordean las fincas de cultivo allá donde no ha llegado el herbicida, también se han enseñoreado del arco medieval de San Leonardo de Yagüe. Camino del instituto, en las orillas de la carretera, junto a algunos solares descuidados, brotan los botones de oro, trepan los morados alfileres, se elevan blancas saxífragas. Y, por doquier, las simpáticas margaritas, los misteriosos dientes de léon cuyas semillas formarán una bola de pelusa que el viento desbaratará; o el soplo asombrado de un niño. Las olvidadas flores silvestres, las humildes flores silvestres...
En mi pueblo, en los pueblos, en las terrazas urbanas, en los jardines, reinan las flores domésticas. Las anuales ya muestran su garbo y señorío: los fugaces tulipanes, las cónicas lilas, las espléndidas primeras rosas de la temporada; decenas de julianas, la fiel infantería. En los tiestos y jardineras, flores de invernadero, venidas de otros lares, oyen, ven y callan: portulacas, vincas, tajetes, clavelinas; las dionísíacas petunias erizan sus raíces en el sustrato renovado y esperan su momento de gloria. Indiferentes a todo, los geranios viejos, protegidos de las heladas durante el invierno en el desván o en la cochera, vuelven a sus puestos de privilegio: el alféizar de la ventana de la cocina, el balcón, la valla de piedra que da a la calle. Algún geranio nuevo, algo cohibido, coge fuerzas y espera órdenes para florecer como es debido. Poco a poco, irá subiendo en el escalafón.
Hay otras flores en mi patio del pueblo: las efímeras flores del guindo, afectado por la gomosis, podado sin piedad, a punto de ser talado y sustituido por otro, más joven; la abundantísima flor del hibisco, que tapiza con sus cadáveres todas las mañanas de agosto el cemento impreso del suelo; la increíble flor de la pasión que recorre la vieja tapia del fondo, con sus clavos y su purpúrea corona. Y algunas florecillas en las que nadie se fija: la sorprendente inflorescencia del ombligo de Venus, enraizado en las ranuras de la pared medianera a medio enfoscar; la candela que iluminó mágicamente la encina durante unos días; la rara y esperada flor de la siempreviva, que surge como un cometa amarillo de un tupido tapiz de verdes estrellas. Y hay otras flores: esas que arranco sin miramientos al desherbar el parterre donde se solazan rosales e hibiscos, esas que han nacido en algún tiesto que ha pasado el invierno a la intemperie, esas flores cuyo nombre desconozco.
Y está mi encantadora novia, faltaría más, a la que el otro día, en un arranque de romanticismo –no eres nada romántico– ya saben que me dice –eres un seco– le regalé un ramo de azucenas. Tristes flores agonizantes. Al año que viene, por el mes de mayo, a mi María le regalo un geranio.

Galaor de Langelot
Ay, este año, o año tras año, nos roban más meses.... Antes era el de abril, ahora el de mayo.
Lilas. Lo que se llevaba a la Virgen en mayo, también en los colegios públicos, eran lilas. Yo quería ser la mejor alumna no sé si del colegio, de mayo o de María, y en el patio de una casa aledaña crecían rotundas, lozanas. Aún existe ese patio, pero Rodri, el cacharrero a través de cuyo almacén se accedía, ya no está. Y ya no hay que porfiar en el asunto de pedirle lilas, porque ya no se enfada con los niños que nos sentábamos en las escaleras de la entrada y entorpecíamos su trabajo.
La de "porfía, hija" era…
¡Cuánta sabiduría botánica, madre mía! Me quedo un tanto perpleja (yo, que de flores solo reconozco mi propio nombre, y ni siquiera.) Y qué hermosas metáforas para describirlas, para ponerlas a todas en su sitio, para otorgarles un sentido y una labor...
Yo, que también soy antigua, me limito a regalarle a María _como todos los mayos_ una flor hermosa, fragante y fresca, sin ponerle nombre ni reconocerle aroma... Una flor a María, "a porfía", porque madre nuestra es.