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Corónica del Papagón

A Eduardo Mendoza


Ayer, a esta misma hora, a eso de las doce y media del mediodía, había encendido el ordenador y me disponía a empezar a escribir mi artículo quincenal cuando, de repente, fuese la luz. Para ser más precisos, fuese la electricidad, el flujo eléctrico, la corriente. El artículo estaba ya pergeñado, documentado y estructurado, y solo le faltaba pasar de las musas al teatro. Pero fuese la luz, y vino el caos. En media hora, mi día, tan planificado como estuvo mi vida toda y como estaba el futuro artículo, se vino al traste; la trascendencia de lo ocurrido en las últimas veinticuatro horas me ha obligado a cambiar de tercio. Porque lo particular, ya saben, Macondo, Comala y otros lares, es símbolo de lo universal.


Así pues, aquí comienza el previsible relato de lo imprevisto. Comienza la Corónica del Apagón, acaecido el lunes 28 de abril del año del Señor de 2025, a los siete días de la muerte del Papa Francisco, faro de la Santa Iglesia Católica y martillo de ortodoxos. Vamos allá.


Un cuarto hora antes del fatídico apagón habíame llamado mi hermana, quien vive en barrio anejo de postín pero sin tiendas de ultramarinos, para que, de camino al centro, le llevase una barra de pan y dos cajas de leche del colmado de mi barrio, de menos ínfulas pero mejor abastecido. Así pues, vestíme, pues en calzones estaba, y bajé a la calle, donde, para mi sorpresa, una cola de unas veinte personas serpenteaba ya por el pequeño supermercado de la esquina. Los más enterados comentaban que media Europa estaba desenchufada. La tendera, la Guadalupe, gritaba desde el mostrador a los recién llegados:

̶  ¡Sólo cobro en efectivo! ¡No despacho fruta, que no funciona la báscula!


El efectivo, el denigrado vil metal, esa antigualla, volvía a reclamar su cauce natural. Poco a poco, empecé a ser consciente de la situación. Parece que la cosa es grave. No hay electricidad. No se puede calentar nada en la cocina. Ergo, ¿qué voy y van a comer, mi hermana y mis sobrinos, hoy? Así que púseme a la cola y compré, además de dos barras de pan y cuatro cajas de leche, tres sobres de embutido envasado –jamón serrano, chorizo y lomo– para, al menos, hacer bocadillos. El bocata también veía llegada la hora de resarcirse del desprecio y del olvido.


Con estos primeros víveres llegué a casa de mi hermana quien, tras un rápido inventario del frigorífico –que se estaba calentando–, el congelador –que se estaba descongelando– y la despensa –la gente bien, los riquejos y los curas siempre han tenido despensa– consideró insuficientes las reservas, por lo que mandóme al Mercadona. En dicho centro comercial la situación era digna de ser contada: a pesar de que las persianas de todos los productos refrigerados estaban bajadas, algunos trataban de alcanzar las pizzas y las tortillas de patata; las latas de fabada, lentejas a la riojana y garbanzos con verduras desaparecían a ojos vista, hasta al punto de que se vislumbró algún forcejeo por llegar el primero a esas estanterías; se arrojaban al carro con inusitada determinación bolsas de patatas, de pistachos, de manzanas, botes de piña y de melocotón en almíbar, paquetes de galletas, latas de atún, de callos, aceitunas y vinagrillos en diversos envases y variantes; en fin, todo aquello que pudiera ser consumido de forma inmediata. Yo, confundido por aquel desesperado maremágnum mercantil, adquirí también, entre otras muchas cosas, varias legumbres enlatadas. Pagué con tarjeta –los generadores aseguraban el funcionamiento del centro comercial durante varias horas– y, cargado con dos enormes bolsas,  conduje de regreso a casa de mi hermana, donde tuve que subir por las escaleras hasta el, afortunadamente, segundo piso. En esa ascensión pensé en los ufanos compradores de pisos en las torres que se están levantando en el entorno del bulevar, futuras ratoneras verticales e inaccesibles sin la fuerza de los motores eléctricos de los ascensores.


Tras echar un vistazo a los nuevos suministros, pronto nos dimos cuenta de que no había con qué calentar el laterío. En ese momento, echamos en falta el camping-gas que llevábamos a las meriendas campestres, esos otros hornillos más pequeños con los que elaboraba un estupendo arroz con foie-gras en mis excursiones a la montaña, el aro y la bombona para las paellas del pueblo, la vieja cocina francesa de la casa de los abuelos. Cuando llegaron mis sobrinos, sopesamos la posibilidad de hacer una hoguera en las laderas de enfrente, pleno campo. Y podemos talar un árbol, dijo el pequeño. Sí, respondí yo, pero no tenemos hacha; en las casas de antes siempre había un hacha... En consecuencia, comimos frío pero reconfortados con la mutua compañía.


Por otro lado, la incomunicación con el exterior era total. Todo el mundo diría más tarde lo mismo: una radio a pilas, con una radio a pilas se pillan todas las emisoras. Después de comer, mi sobrino pequeño, adicto a las pantallas, encontró una vieja consola de batería y se olvidó del mundo. Juréme a mí mismo que no me pillarían así en otra: un hornillo de gas, una linterna y una radio de pilas no volverían a faltar en mi cubículo, allá, en el barrio proletario anejo con pisos de protección social, local de los Testigos y parque público.


Poco a poco, a media tarde, los móviles volvieron a la vida. Comenzaron a entrar los mensajes de wasap. Nos enteramos de que el apagón había afectado a toda la península, y de que la corriente se iría recobrando paulatinamente. Me imaginé una sala de control con un inmenso panel donde se iban encendiendo las luces de norte a sur, y de sur a norte, como en esas enormes maquetas de algunos museos donde puedes pulsar botones que encienden lejanas bombillas.


Pude, por fin, hablar con mi encantadora novia, quien me informó de que ella había calentado la cazuela de sopa que había sobrado del día anterior poniéndola al sol. Al sol, al tibio sol de la primavera soriana. Entonces, sospeché que durante unas horas no habíamos regresado al Medievo, sino al Paleolítico, a aquellos días en que hombres que no conocían el fuego esperaban en temerosa duermevela la llegada del amanecer, a aquellos días sin crónicas, a aquellos días en que las mujeres y los niños balbuceaban las primeras palabras de afecto.


En estas profundas reflexiones estaba cuando volvió el fluido de la modernidad y, con él, la vida presente, las distancias, los silencios, el batiburrillo interior y el cielo azul de las pantallas. Y aquí termina la previsible crónica de lo imprevisto, la conocida, tras la mezcla secular de churras con merinas, como Corónica del Papagón.


Guerrero con un hacha
Fuente: Google Imágenes

Galaor de Langelot

1 Comment


Guest
May 03

Aplaudo el humor --no exento de ironía -- que rezuma esta originalísima crónica, un tanto "mendocina", sin duda.


Su lectura, además de una resignada sonrisa, ha suscitado en mí una hermosa revelación: las cosas antiguas, las cosas de siempre, no desaparecerán nunca; solo sucede que son arrinconadas, desechadas por otras cosas novedosas que se ponen de moda, que nos parecen imprescindibles, casi básicas, pero que no lo son.

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