De profundis
- Revista BuCLE
- 22 sept 2023
- 2 Min. de lectura
Recuerdo haber entrado alguna vez, allá en mi primera juventud, en la biblioteca de la Facultad de TeologÃa. Aunque no estuvieses matriculado, no te ponÃan ninguna pega: podÃas deambular por la sala, hojear los numerosos volúmenes que se apilaban en las estanterÃas y sentarte a leer en las mesas individuales colocadas junto a los ventanales. Una luz empolvada, tamizada por unos cristales traslúcidos, iluminaba las páginas de aquellos viejos libros. En una de aquellas esporádicas visitas mi mirada se detuvo en unas baldas que rezaban: «Padres de la Iglesia». Eran unos libros grandes, oscuros, encuadernados en piel. En uno de ellos, en el lomo, podÃa leerse: OrÃgenes. Entonces no se podÃa consultar el móvil para saber qué significaba aquello, por lo que durante años pensé que aquel tomo abordaba los primeros años del cristianismo. En algún momento, descubrà que se referÃa a uno de los grandes teólogos que forjaron el dogma católico.
La palabra orÃgenes se ha cruzado otras veces en mis divagaciones pseudointelectuales. En algún momento relacioné el término con el conocido cuadro de Paul Gauguin en el que se representan las edades del hombre y donde se pregunta ¿De dónde venimos?. El visionado de la serie de televisión Cosmos, de Carl Sagan, y la presencia continua en los medios locales de los descubrimientos de Atapuerca fueron desbrozando progresivamente la respuesta mágica –religiosa, mitológica, fantástica– a esa pregunta. En el ámbito de las humanidades, mis lecturas sobre el llamado periodo de orÃgenes de las lenguas peninsulares deslustraron el supuesto brillo nacionalista de cualquier idioma; ese lustre del que pretenden hacer gala estos dÃas nuestros congresistas: todas las lenguas hispánicas se formaron por el aislamiento de sus poblaciones y el olvido de la cultura escrita, es decir, del latÃn escrito. Excepto el euskera, cuyos hablantes no habÃan asimilado la lengua de Catulo.
Finalmente, la lectura del libro OrÃgenes, escrito, entre otros, por nuestro próximo socio de honor, Carlos Briones, ha terminado de romper el velo del templo de mi ignorancia. La respuesta que da la ciencia a la susodicha pregunta es impresionante, pero también me ha provocado un profundo desasosiego. Todo parece regirse por las inexorables leyes de la fÃsica, de la quÃmica y de la biologÃa; el misterio está acorralado por el inapelable método experimental y la potencia de la inteligencia artificial. Me cuesta admitir tanta certeza. ¿Y el ParaÃso? ¿Y la SantÃsima Trinidad? ¿Y la sensibilidad de los piscis? ¿Y los Picapiedra? ¿Y el amor, ay, y el amor?
El socio n.º 3