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De profundis

Recuerdo haber entrado alguna vez, allá en mi primera juventud, en la biblioteca de la Facultad de Teología. Aunque no estuvieses matriculado, no te ponían ninguna pega: podías deambular por la sala, hojear los numerosos volúmenes que se apilaban en las estanterías y sentarte a leer en las mesas individuales colocadas junto a los ventanales. Una luz empolvada, tamizada por unos cristales traslúcidos, iluminaba las páginas de aquellos viejos libros. En una de aquellas esporádicas visitas mi mirada se detuvo en unas baldas que rezaban: «Padres de la Iglesia». Eran unos libros grandes, oscuros, encuadernados en piel. En uno de ellos, en el lomo, podía leerse: Orígenes. Entonces no se podía consultar el móvil para saber qué significaba aquello, por lo que durante años pensé que aquel tomo abordaba los primeros años del cristianismo. En algún momento, descubrí que se refería a uno de los grandes teólogos que forjaron el dogma católico.


La palabra orígenes se ha cruzado otras veces en mis divagaciones pseudointelectuales. En algún momento relacioné el término con el conocido cuadro de Paul Gauguin en el que se representan las edades del hombre y donde se pregunta ¿De dónde venimos?. El visionado de la serie de televisión Cosmos, de Carl Sagan, y la presencia continua en los medios locales de los descubrimientos de Atapuerca fueron desbrozando progresivamente la respuesta mágica –religiosa, mitológica, fantástica– a esa pregunta. En el ámbito de las humanidades, mis lecturas sobre el llamado periodo de orígenes de las lenguas peninsulares deslustraron el supuesto brillo nacionalista de cualquier idioma; ese lustre del que pretenden hacer gala estos días nuestros congresistas: todas las lenguas hispánicas se formaron por el aislamiento de sus poblaciones y el olvido de la cultura escrita, es decir, del latín escrito. Excepto el euskera, cuyos hablantes no habían asimilado la lengua de Catulo.

Finalmente, la lectura del libro Orígenes, escrito, entre otros, por nuestro próximo socio de honor, Carlos Briones, ha terminado de romper el velo del templo de mi ignorancia. La respuesta que da la ciencia a la susodicha pregunta es impresionante, pero también me ha provocado un profundo desasosiego. Todo parece regirse por las inexorables leyes de la física, de la química y de la biología; el misterio está acorralado por el inapelable método experimental y la potencia de la inteligencia artificial. Me cuesta admitir tanta certeza. ¿Y el Paraíso? ¿Y la Santísima Trinidad? ¿Y la sensibilidad de los piscis? ¿Y los Picapiedra? ¿Y el amor, ay, y el amor?

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Fuente: Heraldos del Evangelio

El socio n.º 3

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