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"El ciclista", Tim Krabbé


1.ª edición: Holanda. 1978.

Ejemplar leído: Editorial Los libros del lince. 2010. 155 páginas. Traducción de Marta Arguilé Bernal.


Si a usted no le gusta la bici, si no se queda enganchado a las etapas del Tour esas tardes de primeros de julio, no lea este libro. Si nunca ha hecho más de cincuenta kilómetros en bicicleta, tampoco. Si no ha sufrido encima de la bici, es mejor que lea otro libro. Los libros que merecen la pena son infinitos.


Tim Krabeé, ajedrecista y escritor, narra en esta breve novela su carrera ciclista n.º 309 como profesional, el Tour de Mount Aigoual, el 26 de junio de 1977. Tim empezó muy tarde a competir, a los 29 años, pero demostró un sorprendente nivel. La mezcla de talento literario y capacidad deportiva produjo este potente relato, donde asistimos al desarrollo de los 137 kilómetros de la carrera minuto a minuto. En ocasiones, segundo a segundo. Obviamente, es mucho más que un libro sobre ciclismo.


La novela tiene un planteamiento lineal –kilómetro tras kilómetro se suceden los lances, las escapadas, las alternativas, se forma el grupo de escapados que se disputará la victoria, nos describe el sprint final– y pedalada a pedalada vamos conociendo a los protagonistas de la carrera y al narrador de la historia. Parecería un libro de esos que están tan de moda, un libro de autoficción, pero la dura realidad del ciclismo penetra en el lector profundamente. Sentimos el cansancio, el frío, la pájara, la rivalidad, la clarividencia, la ofuscación, el miedo; y, sobre todo, sentimos el dolor. Courir c´est mourir un peu, dice Tim al gigantón Lebusque en medio de la batalla. La sensación de asistir a una confesión verdadera –Krabeé sabe lo que es sufrir, piensas– impregna toda la obra.


Por eso, hay que haber andado en bicicleta para disfrutar de esta lectura: haber sido un chuparruedas con clase como Reilhan, una máquina sin cabeza como Lebusque, un luchador incansable como Barthélemy o un brillante y digno compañero como Kléber. La actuación de estos titanes tiene tintes épicos, todos luchan más contra ellos mismos que contra sus rivales. Sin embargo, a quien mejor terminamos conociendo es al narrador, ya que en algunos tramos del recorrido va insertando magistralmente –es una de las poleas de la novela hacia la eternidad– sus andanzas de niño y adolescente con la bici, aquellas experiencias que lo marcaron y lo condujeron irremisiblemente al Tour de Mount Aigoual.


El libro tiene otras vertientes que lo han convertido, sin duda, en un clásico desconocido: la lírica descripción del paisaje, en la que la geología toma la delantera a la biología; el recuerdo de las hazañas de los grandes mitos del ciclismo (Gaul, Anquetil, Bahamontes, la omnipresente muerte de Simpson en el Mont Ventoux) que convirtieron este deporte en mucho más que eso; las ingeniosas reflexiones, propias de un maestro del ajedrez y, finalmente, ese Pequeño Abecé del Ciclismo donde Tim Krabbé, el escritor avezado, se interna en los laberintos del surrealismo.


Eran otros tiempos, los años 70 del siglo pasado. Quizás nadie pueda volver a contar nada igual, porque la práctica del ciclismo ha cambiado radicalmente: hace cincuenta años, los corredores avanzaban sin pinganillos con los que comunicarse y definir una estrategia; en las carreras de segunda, no se cortaba el tráfico en sentido contrario; el avituallamiento consistía en unos higos y una naranja pelada en el bolsillo trasero del maillot; tras pasar la línea de meta, Tim desmonta su bicicleta él mismo, la guarda en el coche del equipo y se cambia de ropa sin ducharse siquiera. Y, aun así, Tim, después de participar en estas competiciones infernales, añora el ciclismo de los años 20, aquella Bruselas-Amiens de 1919… Sigamos un momento la inolvidable estela de su relato:


La Bruselas-Amiens de 1919 la ganó un ciclista que tuvo que correr con la rueda pinchada durante los últimos cuarenta kilómetros. ¡Vaya si padeció! Llegó a las once y media de la noche con una hora y media de ventaja sobre los otros dos únicos corredores que acabaron la carrera. Aquel día fue como una noche, los árboles se agitaron sin cesar, el viento mandó a los granjeros de vuelta a sus granjas, hubo granizo, boquetes de bombas de la guerra, cruces de caminos en los que los gendarmes habían desertado y corredores que tuvieron que subirse a hombros de otros para limpiar señales enfangadas.

 

Ah, quién hubiera sido ciclista en aquellos tiempos. Porque tras pasar por la línea de meta todo el sufrimiento se transforma en placer; cuando mayor sea el sufrimiento, mayor será también el placer. Ésa es la recompensa que la naturaleza otorga a los ciclistas por el homenaje que le rinden con sus padecimientos. Almohadones de terciopelo, parques zoológicos, gafas de sol, las personas se han vuelto ratoncitos de lana. Siguen teniendo cuerpos que podrían aguantar cinco días y cuatro noches caminando por un desierto de nieve sin comida, pero dejan que les den palmaditas en la espalda por haber salido a correr una hora en bicicleta.

—¡Así se hace!

En vez de mostrar su agradecimiento a la lluvia mojándose, la gente va y saca el paraguas. La naturaleza es una anciana dama con pocos pretendientes, y a los que aún desean beneficiarse de sus encantos los recompensa de manera apasionada.

Por eso hay ciclistas.

Sufrir es preciso; la literatura es superflua.


D. S. Martin

2 Kommentare


Gast
07. Juni

No, yo no soy ciclista ni amo de manera especial este deporte (aunque lo respeto profundamente, claro: me parece que exige un esfuerzo titánico, y yo no estoy por la labor).


No leeré este libro, por tanto. No obstante, intuyo que me pierdo cosas hermosas: el esbozo de personajes recios y sufrientes; la lírica del deber cumplido; la descripción minuciosa de una naturaleza cómplice u ominosa; el regalo inconmensurable de alcanzar una meta peleada y merecida...


Una vez más, gracias, D., por abrirnos los ojos a otros horizontes.

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Gast
06. Juni

Un placer leerte cada viernes.

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