1.ª edición: 1912. Ed. S. Fisher Verlag. Berlín. Alemania.
Ejemplar leído: Ed. El País. Clásicos del siglo XX. 2002. Traducción de Juan del Solar.
Thomas Mann es uno de los grandes escritores alemanes. De ascendencia burguesa, mal estudiante, estaba destinado a continuar con el negocio de semillas de su padre. Pero, desde muy joven, tuvo inclinaciones literarias; las rentas provenientes de la liquidación de la empresa familiar le permitirían dedicarse plenamente a la escritura.
Comparada con otras de sus grandes novelas –La montaña mágica, José y sus hermanos– esta novelita se lee de un tirón, siempre y cuando el lector no preste demasiada atención a los párrafos más densos, aquellos en los que el autor nos descubre el profundo sentido estético de la obra.
El planteamiento es sencillo: a un senescente escritor, ya consagrado, Gustav Aschenbach, viudo y con una hija mayor, cansado de su pulcra y meticulosa labor creativa, le entran ganas de viajar. Después de elegir un destino equivocado, una isla cerca de Trieste, decide ir a Venecia. Allí, a principios de verano, se instala en el Gran Hotel del Lido por tiempo indefinido. Muchos días cruza la laguna en el vaporetto hasta la ciudad de los canales. En el hotel se aloja también una distinguida familia polaca: la madre, la institutriz, tres hermanas de aspecto monjil, y Tadzio. Tadzio, un hermosísimo adolescente que se convertirá en la obsesión del maduro Aschenbach.
En torno a este proceso de enamoramiento Thomas Mann construye una espléndida narración con claras referencias autobiográficas. Solo dos apuntes en este sentido: Thomas Mann, a pesar de sus conocidas tendencias homoeróticas, se casó y tuvo seis hijos. Por otro lado, olvidadas sus veleidades estudiantiles, se impuso en su oficio un estricto horario de trabajo: tanto es así, que sus hijos no se atrevieron a interrumpirlo para comunicarle, en 1929, que le habían concedido el Premio Nobel.
El relato discurre magistralmente entre lo anecdótico, los simbólico, lo intelectual, el agudo análisis psicológico, la metaliteratura, algunos fragmentos líricos, la autoparodia y el alejamiento irónico. Por otra parte, desde el principio, al protagonista lo envuelve un cierto extrañamiento onírico, una especie de siroco infernal. Diferentes aspectos contribuyen a ello: cómo surge el deseo de viajar; los esperpénticos personajes del barco que le lleva a Venecia; el laberinto urbano de tierra y agua, sus callejuelas, sus placetas repetidas y sus góndolas, como ataúdes; el mefistofélico guitarrista que encanta a los huéspedes del hotel con sus visajes y pantomimas; la playa y el mar contemplado, donde Tadzio sufre un proceso de sublimación y mitificación (de hecho, el efebo es comparado con Critóbulo, con Ganímedes o con Jacinto, todos ellos hermosos adolescentes amados por los dioses). Todo ello desemboca en el sueño final, donde aparecen desencadenados todos los fantasmas que habitan el alma del profesor. La aparición del mal, de la peste hindú que asola la ciudad –algo negado continuamente por las autoridades, solo pendientes del turismo (en 1913)– confirma su descenso a los infiernos.
Así como la incomparable ciudad de Venecia se asienta sobre cientos de miles de troncos de cedro petrificados, esta novela se levanta sobre los sólidos cimientos del clasicismo. De alguna forma, podríamos decir que Thomas Mann ejemplifica con esta obra algunas de las ideas socráticas que Platón desarrolla en uno de sus más conocidos diálogos: Fedro. En la propia novela, ya al final, cita un fragmento muy significativo:
Porque la Belleza, Fedro, tenlo muy presente, sólo la Belleza es a la vez visible y divina, y por ello es también el camino de lo sensible, es, mi pequeño Fedro, el camino del artista hacia el espíritu. […] Los poetas rechazamos el conocimiento porque el conocimiento carece de dignidad y de rigor: sabe, comprende, perdona, no tiene forma ni postura algunas, simpatiza con el abismo, es el abismo. Por eso lo rechazamos, pues, con decisión, y nuestros esfuerzos tendrán como único objetivo la Belleza, es decir la sencillez, la grandeza, un nuevo rigor, una segunda ingenuidad, y la forma. Pero la forma y la ingenuidad, Fedro, conducen a la embriaguez y al deseo, pueden inducir a un hombre noble a cometer las peores atrocidades en el ámbito sentimental; llevan, también ellas, al abismo.
El uso del lenguaje es modélico: la traducción de Juan del Solar, Premio Nacional de Traducción en 2004, brillante; como muestra del léxico escogido en su labor de orfebre, algunas palabras: deludida, vedijosos, cohonestar, parajismos, acezante, hablantín.
Pero, ¿quién se muere? ¿El protagonista? ¿La ciudad de Venecia? ¿El mundo burgués que habita el Gran Hotel? ¿Tadzio, el de tez marmórea? ¿A quién alcanza esa muerte que cubre con su manto la embriagadora y mefítica ciudad, en la que el arrepentimiento conduce a la perdición? Yo, desde luego, me he muerto, pero de envidia y de gusto ante el indiscutible genio creador de Thomas Mann.
D.S. Martin
Hoy es Venecia un nuevo escenario de muerte y de resurrección: el fango de sus canales, la belleza de sus plazas, los souvenires más hermosos del mundo.... Hoy no es la Venecia de Mann, ese señor que la trajinó y se la metió en una maleta vieja... Hoy, Venecia casi ya ni es. Pero nosotros, los clasicos de ayer y de hoy, la recordaremos bajo el tenue-machacón sonido de sus remos, esos que hoy desenfangan oídos, pero antes construyeron alas.
Pues ha tenido usted mucha suerte. Sus textos no me matan a mí de envidia, me dejan suspendida de un hilo que parte de final del cardias y cuyo origen y sostén desconozco. Se desploman piernas, y cabeza. Mi cuerpo inerte se balanced. Adivino el abismo que no veo. Y deseo permanecer en ese estado de equilibrio precario, entre una y otra nada en un viernes eterno, siempre ya completa