Lo que pasa en las barras de los bares
- AnRos
- 14 may
- 1 Min. de lectura
Mira a la carretera como quien mira al monte añorado: zapatillas desgastadas; calcetines limpios.
Luce el traje de la equipación de España, un tanto ajado ya; hoy no juega España, ni jugó ayer ni jugará mañana: no posee otra indumentaria.
Ella sonríe mientras abre una Mahou: «Adiós, mala sangre; adiós cariño», hacia la silueta desaliñada que se desdibuja tras la ventana del bar.
Todos llegamos, pasamos y nos vamos.
Ha entrado un hombre, de esos que son medio atractivos, ultramachos, con la mirada reconcentrada en el deseo... Me ha mirado, claro, con esa mirada que lo pide todo –hasta auxilio– y le encoge a una el corazón.
Esa es la diferencia que seguiremos teniendo las mujeres con los hombres: ellos no conocen ese "miedo" que a nosotras, a veces, nos hace sentirnos objeto deseable, mierda al fin.
Quiero comerme el sol
Para vomitarlo después
Sobre la yerma tierra,
Sobre el plástico del mar,
Sobre la estupidez del hombre
Y la flaqueza del ángel.
Quiero dejar que el sol me
engulla,
para dejar de ser.

AnRos
La mirada y el corazón de una mujer, de esta poeta, nos miran y nos diseccionan, a los hombres - desde un observatorio cualquiera como la barra de un bar - con especial agudeza. Los hombres vemos y miramos menos, nuestros ojos siempre nublados por el deseo. Por el horizonte femenino pasa el vencido y el aparente vencedor. La camarera, la otra mujer, tiene unas palabras de aliento para el primero. La otra mujer, la que mira, al otro lado de la barra, se siente estrujada por la mirada ancestral del macho, y le gustaría no ser, o ser al revés y deglutir el asqueroso mundo de los hombres y de los ángeles.