
1.ª edición: Le petit prince, Reynald & Hitchcock, New York, 1943. 1.ª edición en Gallimard, 1946.
Ejemplar leído: Alianza/Emecé editores, El libro de Bolsillo de Alianza Editorial, traducción de Bonifacio del Carril (1.ª edición en Emecé, 1953, Buenos Aires, Argentina; 1.ª edición en Alianza Editorial, 1971). Decimocuarta edición, octubre de 1979, Alianza Editorial, Madrid. Ilustraciones del autor.
Ya desde su primera edición, en Nueva York, en plena II Guerra Mundial, los editores advirtieron que este no era un libro para niños. A pesar de ello, a mí, como a todos los que lo han leído, o a casi todos, me lo regalaron cuando era un niño, a la tierna edad –como se dice– de once años. Me lo habré releído varias veces a lo largo de mi vida, pero hasta esta última y detenida lectura no he asimilado algunas cosas. La más importante es que es un libro que admite, como todos los grandes libros, diferentes lecturas; entre ellas, a pesar de las advertencias de los editores neoyorquinos, también una inocente lectura infantil, la mirada más pura de todas las posibles y la que, quizás, más gustaría a su autor.
Hay una lectura autobiográfica en la que animo a profundizar al futuro lector. La apasionante vida de Antoine de Saint-Exupéry –huérfano de madre a los cuatro años, perdió a su hermano menor, Francis, a los diecisiete; piloto de las primeras líneas aéreas comerciales entre Europa y África y organizador de la primera compañía de aviones comerciales en Sudamérica; escritor y periodista, murió en combate a los cuarenta y cuatro años pilotando un avión de reconocimiento norteamericano cerca de Marsella– se refleja profundamente en este libro. Por ejemplo, la figura del principito es posible que tenga su origen en una alucinación que tuvo el autor tras pasar varios días en el desierto del Sáhara después de un aterrizaje forzoso. Él y su compañero de vuelo fueron recogidos, al borde de la muerte, por un beduino. Aunque hay otras hipótesis.
Como decía, Antoine de Saint-Exupéry es capaz de revivir su mirada y su voz infantiles y consigue hablar a los niños y al niño que todos fuimos. El Principito es un libro que nos pone en guardia contra las personas mayores, que aman las cifras, lo confunden todo y se sienten importantes como los baobabs. Las personas mayores no saben ver una boa con un elefante dentro en lo que parece un sombrero, ni un cordero dentro de la caja que le dibuja el piloto. El principito sabe mirar con el corazón y al corazón, aprecia el valor de un amigo y cuida con esmero, ecologista precoz, su pequeño planeta. Este libro es, ante todo, un alegato contra la estupidez de los adultos.
El Principito también es un libro misterioso, plagado de símbolos y sentencias, como esos cuentos orientales tamizados por el paso de los siglos. Es una fábula de animales –los animales hablan– que destila una profunda sabiduría: cuestiones esenciales como la naturaleza del tiempo o la búsqueda de la felicidad recorren todo el relato. La larga bufanda de oro del protagonista o el pozo en medio del desierto tienen claras connotaciones iniciáticas. Las ilustraciones del propio autor, en su aparente sencillez, especialmente la última, parecen querer mostrarnos algunas claves de interpretación de esta historia. El libro se nutre, sin duda, del surrealismo de finales de los veinte (el libro está dedicado a su amigo Leon Werth, escritor surrealista, cuando era niño) y de la literatura del absurdo que se consolidaría al finalizar la II Guerra Mundial.
Finalmente, y sin querer agotar sus múltiples lecturas, El Principito es una historia de amor. El principito huye de su planeta, huye de sí mismo, porque no comprende la vanidad de la rosa que cuida todos los días. Después, se da cuenta de su error, le invade una profunda nostalgia y quiere regresar a su planeta: está preocupado por su única rosa, por su rosa única.
Le petit prince vive en un diminuto planeta en el que todas las mañanas arranca los brotes de baobab y deshollina sus volcanes; además, se puede sentar en una silla para mirar la puesta de sol siempre que quiera. Una vez lo hizo cuarenta y cuatro veces. Lleva una vida disciplinada, melancólica y solitaria. El principito huye de una rosa, conoce otros planetas, llega a la Tierra y se pregunta: ¿Dónde están los hombres? El principito es terco y callado; con su insistencia recuerda al lector las preguntas esenciales y, en sus silencios, escucha perplejo las vanidosas respuestas de las personas mayores. De vez en cuando, se ríe a carcajadas. Cuando habla de las estrellas, lo hace con entusiasmo. Merece la pena acompañar de nuevo al principito en su viaje. Al menos, a mí, me ha merecido la pena. Como dice el principito: Derecho, siempre delante de uno, no se puede llegar muy lejos…
D. S. Martin
No, no hace falta llegar demasiado lejos: bastan un trono, una sonrisa, una luna y una rosa. Aprendamos de este pequeño -gran príncipe a nunca dejar de aprender, tengamos la edad que vistamos .
Gracias, Daniel, por este nuevo tesoro reencontrado.