Simulacro de Rafael Berrio
El pasado fin de semana asistí a la fiesta de la matanza en San Leonardo de Yagüe –topónimo discutible y discutido, pero eso es otra historia–, un pueblo en el límite entre las provincias de Burgos y Soria. Es un pueblo mediano, con dos supermercados, tres oficinas bancarias a medio gas –la de la Caja Rural es la única que funciona como antes, me ha dicho el carnicero– colegio, instituto, centro de salud y varios aserraderos. Desde que la fábrica de puertas Norma se vino abajo, nada es lo que era. Los fines de semana el pueblo se anima con la llegada de la gente de ciudad; no sé muy bien de cuál: de Soria, de Burgos, de Zaragoza; quizás, hasta de Bilbao.
Como les decía, mi encantadora novia, que nunca le hace ascos a un ribera bien acompañado, y yo, acudimos a la plaza del pueblo a eso de la una del mediodía. La asociación “La Caldereta”, veterana en estas lides, lo tenía todo perfectamente organizado. Primero, ofrecieron a los asistentes un caldito amenizado con bailes regionales; a continuación, se llevaría a cabo la matanza del cerdo y, finalmente, se repartirían las viandas entre los numerosos asistentes. A eso de la una y media comenzó la matanza. El speaker anunció: «Y, ahora, empieza el simulacro de la matanza». La palabra simulacro resonó en mis oídos como una piedra que rodase ladera abajo. En lo alto de la plaza, que está en cuesta, sacaron de un pequeño remolque un gorrino más muerto que aquel que soñó el castillo que enseñorea el lugar. Con una botella de plástico simularon un chorro de sangre que brotaba del cuello del animal. La megafonía emitía chillidos fatales. Después, revolcaron el puerco sobre una hoguera mínima; tan solo un par de minutos, ya que terminaron de socarrar el puerco con un soplete. La palabra simulacro seguía rodando por la ladera. En el improvisado escenario, mientras colgaban y evisceraban al protagonista, varias mujeres vestidas de negro (falda negra, negro mandil) representaban sobre unas mesitas vintage la elaboración de los chorizos y de las morcillas. Las gamellas vacías y una caldera que borboteaba solitaria completaban el atrezzo. Como por arte de magia, el cerdo se hizo pincho, y, de unas enormes cazuelas, varios secundarios empezaron a sacar y trocear el morro, los torreznos y demás vituallas. Finalmente, todo ya pleno, las dos en el reloj, se retiró la primera valla del circuito que impedía el acceso a unas mesas corridas y, como los pasajeros que acceden a las puertas de embarque, una pequeña multitud zigzagueante empezó a recorrer el laberinto para recoger ordenadamente su plato y su vinito. Milagrosamente, había para todos. Mi encantadora novia y yo, que habíamos asistido con interés al espectáculo desde un palco lateral, hicimos mutis por el foro: la cola se salía de la plaza y se extendía más allá de nuestra mirada. Yo, pensativo, había recogido del suelo la palabra simulacro y me la había metido en el bolsillo.
Si la capacidad de imitar al otro nos humanizó, imitar la vida nos está deshumanizando. El concepto de simulacro y sus consecuencias fue estudiado en el siglo pasado por algunos grandes pensadores. Jean Baudrillard (1929-2007) ya advirtió, en Cultura y simulacro, de las múltiples representaciones que acosan al hombre contemporáneo, construyendo una hiperrealidad que suplanta la realidad. El semiólogo Umberto Eco (1932-2016), doctor honoris causa por la Universidad de Burgos, propuso un ejemplo muy concreto: el telespectador que ve un partido de fútbol cree de alguna forma que está jugando al fútbol; es más, afirmaba que si los espectadores son deportistas al cuadrado, los comentaristas deportivos son deportistas al cubo. Más bien, diría yo, raíces cuadradas y cúbicas de futbolistas. Por otra parte, el filósofo de la política Robert Nozick (1938-2002) propuso en su libro Anarquía, Estado y utopía un conocido experimento mental: la máquina de las experiencias. Imaginemos una máquina que nos pudiese proporcionar todas aquellas experiencias placenteras que deseáramos. La pregunta es: ¿Nos enchufaríamos a la máquina? ¿Qué razones existirían para no conectarnos a esa máquina maravillosa? Para Nozick, que murió de cáncer de estómago, existen al menos tres razones para no conectarse a Matrix: queremos hacer las cosas y no solo tener la experiencia de hacerlas, queremos tener conciencia de lo que hacemos y de en qué nos han convertido nuestras decisiones y, finalmente, conectarse a una máquina de experiencias nos limitaría a aquellas experiencias imaginadas y creadas por el hombre.
En definitiva, mucho más allá de la búsqueda del placer hedonista, de la inmediatez de la experiencia satisfactoria, el hombre necesita –y esta, como todas las grandes utopías, también ha sido mercantilizada por el sistema– una vida auténtica, genuina. El hombre necesita su verdad. Saturado de simulacros –la amistad y el amor en las redes sociales, los trampantojos educativos, los espejismos informativos– el hombre contemporáneo camina, satisfecho de la imagen que el algoritmo le devuelve al otro lado del espejo, arrogante y solo.
En fin, que la matanza virtual dio para mucho. Yo me llevé un caldito y una palabra para pensar y hacer un artículo; mi encantadora novia, la experiencia del marrano socarrado, raspado, colgado y vaciado; y, el numeroso público, un sabroso almuerzo al tibio sol de una madrugadora primavera.
Galaor de Langelot
Ya decían los que vivieron y aún quedan de la era analógica que del cerdo se aprovecha todo, hasta los simulacros.
Y mejor no digo nada más, que sería los algoritmos de mis entretelas tecnológicas los enunciadores, y no yo. Sufro, creo que realmente, de un dolor de espalda que voy a paliar con una placentera siesta. De la siesta, al contrario que del cerdo, se aprovecha todo, menos el simulacro.
Simulacro, sí, simulacro es todo... El propio acto de la matanza es un simulacro, pues, en los tiempos de la Inquisición, debía realizarse públicamente, en la plaza del pueblo, para que se pudiera comprobar fehacientemente que nadie era musulmán, pues comían cerdo.
Cuando yo era muy pequeña, en mi pueblo, en mi casa, se hacía la matanza, puertas adentro. Era espantoso ver el cerdo volcado bocabajo exudando sangre sobre un gran caldero negro, para luego hacer morcillas. Yo sentía pánico: durante varios meses después no podía bajar por esas escaleras en las que, un día, había ido desangrándose el marrano.
Simulacro ya en mi memoria.
Necesitamos --como señalan los filósofos que nos presenta Galeor-- certezas, verdades, vivencias reales; experiment…