Soledad siente en el vórtice de su alma que va a morir... Y no le importa, y lo agradece, y quiere permitirle a su adorada madre, por fin, descansar en paz.
Soledad se ha puesto tonta, y no acude ya a la llamada de su madrastramala, esa que le obliga a comparecer todos los martes ante ella para llenar su pobre cuerpo de electrodos y de cables que le hacen tiritar y temblar durante largo tiempo después. En qué la quiere transformar su Mala Hacedora, eso Soledad no lo sabe.
Soledad sabe que se la está jugando... Traga saliva y se aproxima, temblando, al espejo de su baño bizco... ¡Y comprueba, aterrada, que ya no tiene mano izquierda, ni brazo, ni ojos..., ni siquiera ya el índice y el lunar de la mano derecha! («Quien no obedece, paga», dice un refrán que ella escuchó de la boca de su madre sabia.) Y ella no obedeció.
Tampoco ya Soledad soporta el ruido: tiene un zumbido insoportable, insufrible en sus oídos...; ya el ojo derecho, el bueno, le está suplicando un descanso...
Soledad sabe que esto es el fin: el Sol y la Edad, desde sus respectivos tronos, se regodean en su impotencia.
¿Para qué más vivir, madre, si tú y yo solas somos capaces de crear crisálidas de estrellas?
Prepárame ya un lugar a tu lado, Madre, dibújame el camino muy clarito con luciérnagas de nube, para que no me pierda... Y que el mundo, mamá, enmudezca por un minuto.
Sólo te pido eso, madre: arréglalo para el lunes.
Ana Rosa M. Portillo
Soledad está desapareciendo y parece que nos va a abandonar. Quizás siga observándonos desde las estrellas, allí, junto a su madre. ¿ Qué ha sido, qué va a ser de las pequeñas criaturas de su delantal? ¿ No se rebelarán contra su creadora, como en Niebla de Unamuno? Parece que no, que su desaparición es también inevitable.