Ayer, Soledad, harta ya de intentarse ver en ese espejo que preside el lavabo de su baño, donde solo alcanza a vislumbrar una oscuridad marengo que se extiende hasta el fondo en cono inverso (ella no sabe muy bien si es cóncavo o convexo), y al final una luz, solo un punto de luz como la de los aparatos ópticos de los oculistas, que dirigen tu mirada y te ciegan, pero que a ti misma no te dicen nada nada (¿otra vez abusaron de tu indefensión y de tu ignorancia?).
Soledad, como ya no puede verse en su espejo, ha decidido mirarse reflejada en el cielo (el mar le pilla algo lejos normalmente), y el cielo es más justo, pues pertenece a todos: ricos y pobres; okupas y propietarios; humanos y androides, negrosblancosamarillosyaceitunados, heteroshomosypolisexuales, agrÃcolas y urbanÃcolas, pirañas, ratas, mamuts, elefantes, bisontes, rapes y meros, besugos y merluzos (que el género también importa a veces), conejillos, gatitos y perritos, zanahorias y remolachas (ah, el azúcar de la remolacha para poder elaborar corazones especiales para su madre querida); también para el Sol y para la Edad es importante el cielo, por razones obvias.
Pues hete aquà que hoy, Soledad se ha asomado al balcón minúsculo de la salita de su casa y le ha abierto su cara al cielo, cual flor sedienta tras muchos dÃas de lluvia sin versos y sin rosas....
¿Y qué ha visto Soledad? Si se lo llegan a decir, no se lo hubiera creÃdo...
Soledad ha visto su rostro lÃmpido –todo párpados, nariz y boca– reventándose en un montón de estrellas que jugaban a llenarlo de motitas estelares. ¡Y cuánto se ha reÃdo Soledad sintiendo la suave picazón de sus besos picudos y como cayendo al bies!
Pero lo más extraordinario es que Soledad ha sido testigo privilegiado del fenómeno primigenio y póstumo del Apocalipsis: habÃa una Dama alba y resplandeciente –cual luna reina sin Sol e ignorante de Edad– ceñida por una diadema de doce estrellas rutilantes y custodiada por doce dragones Ãgneos, pero que no daban miedo, madre, qué va, pues eran más azules que rojos y sugerÃan más frÃo que ardor... Y muchos ángeles, madre, cientos de ángeles desnudos, impúberes, como pidiendo vez en la maternidad para adorar y abrazar a la hermosa Dama y merecer una mÃnima succión de ese pecho de nácar inmaculado que se destapaba tan levemente, como ruborizado o pudoroso –mas retador y hambriento– fuera de su túnica blanquiazul...
Pero no habÃa truenos ni rayos ni volcanes ni maremotos ni sunamis, madre, ni fenómenos espeluznantes; ni la tierra se resquebrajó y se dividió en dos istmos donde todos despeñarnos en la fosa común definitiva...
Qué va, madre, para nada. Era todo tan hermoso. Porque ¿eras tú, madre, verdad que eras tú esa Dama tan hermosa Hacedora (que no madrastra) del mundo, como eres para mà Hacedora buena y madre?
Ya encontré otro espejo, madre, que es libre, inmenso y gratis, y que nunca me podrá engañar.
Te voy a fabricar ahorita mismo, madre, un cucurucho de corazones de azúcar que, esta vez, madre, van a ir aderezados con un pelÃn de lluvia de estrellas que les conferirán un matiz yodado que, quizás, madre, merezcan el reconocimiento de algún tribunal de alta reposterÃa, mientras mi fiel delantal me sigue mostrando lo que más me importa: algodones de feria; campanas de cristal; sueño de Dios intangible...
Tu rostro, madre; y tu mano izquierda recorriendo el mÃo con ternura delicada de vainilla dulce para redibujar el mÃo.
Ana Rosa M. Portillo
Sensibilidad y ternura nuestra Soledad
Impresionante: apocalipsis naif en el cosmos más sencillo. Bendita Soledad, que, pese a sus pendulares sentimientos, es regalada con tales visiones. Bendta, si, porque necesitamos tus tristezas que compartimos, tus animalillos que nos hacen cosquillitas y tu reposterÃa variada de dulces, que nos hacen sonreÃr mientras aún no vislumbramos las caries.