Soledad se acaba de detener espantada: ante sus ojos pequeños un enorme autobús que reza en su frontal; «Toulouse - Almería...»
Jo, madre, no he podido evitar claudicar y deshacerme en esa palabra maga que sabe a Sol (aunque reniegue), que suena a mar (aunque lo obvie), que sabe a mantequilla mora rebordada de dátiles, pasas y mazapán.
Ay, madre, Almería... ¿Te acuerdas?
Aquellos vientos de la infancia cabriteando sobre caballitos de estrellas; aquellos caballitos de mar que nos comíamos de aperitivo cuando solo había mar inmensa, poca playa y vientos de levante que destruían terrazas que habían nacido para eso, sin consistencia alguna, solo para ser derribadas por cualquier dana caprichosa; que apocaban voluntades, madre, execraban demonios y levantaban castillos de arena al punto exasperado del resistir.
Ay, Almería. Ay, madre mía de mi vida, que ahí me hiciste eterna, infiel al Sol y más enemiga aún de la abominable Edad.
Ay, Almería, que suenas a mieles y a pasas, a dátiles sobrepesados de Sol, a Edad que negó su nacimiento, ya por vieja y quemada, a ola inmensa de surf que osa contra otra ola que no quiere ser ola para disfrute de imberbesnuevosricos buscadores del más espectacular mar de cualquier verano.
Ay, Almería. Tu nombre me sabe a gloria y su regurgitación, a miseria, a sueños soñados mil veces y jamás logrados; a azafrán sin recolectar todavía (tan dulce, tan agrio); a nueva novia en un altar no dibujado todavía e increíblemente desvirgada; a charcos llenos de orines de la Chanca aguardando un mar que los sanee...
Ay, Almería... ¿Qué decir de tu pasado? ¿Qué esperar de tu futuro?
Allá se va mañana un hombre (que no lo es del todo), un amigo (que lo fue grande para mí), una vida pequeña de cien kilos que se inventa bebé para beberse el sol enterito, para pedirle a la espuma un poquito de cerveza, para sobrevivir lo que pueda como pueda, arropado por el solemne abrigo de ese mar que tanto añora y tanto ama... Ese mar que es ya por fin suyo y para siempre.
Jo, madre, ¿y qué hacer? Si ahí, en ese autobús, se va a ir otro antiguo amor mío, madre, que solo me enseñó a amar lo más pequeño y a resistir contra lo más grande que me pudiera dañar y que no me permitiera ser feliz, madre (cosas feas, brujos malos que yo no sabía entender, pero que pululaban por ahí, según él, tan protectorositoamoroso), aquelnovioamigobueno que me enseñó que el Mal existía, pero no para mí.
¿Qué hacer, madre? ¿Cierro los ojos ante su claudicación? Oh, no, madre mía de mi alma: mejor, salgo corriendo en zapatillas antes de que el autobús se vaya, y le regalo mi delantal pletórico de vida, de llantos y de risas, y le pido que lo cuide, que lo mime... Que ahí está dibujada toda mi vida (también la que él no conoció).
¿Lo hago, madre; lo merece tanto? No sé, no sé... Me cuesta tanto desprenderme del corazón que es para mí mi mandil, del tiempo que me puso fin antes de inventar las horas...
Ana Rosa M. Portillo
Así es. El mar es plenitud, conciencia de estar vivo, consuelo, acogedora inmensidad. Su presencia tranquiliza: sabemos que en sus playas no están Caronte ni Cancerbero esperándonos, que podemos pasear sin miedo por su orilla y, por fin, descansar; en su maternal presencia podemos volver a ser el niño que sueña y construye castillos de arena. Deja que salga el autobús, Soledad, y despide con alegría al amigo que se va.
Hola Soledad:
Cuándo mis pensamientos están ansiosos, inquietos y malos, me voy a la orilla del mar y el mar los ahoga y los manda lejos con sus grandes sonidos anchos e impone un ritmo sobre todo lo que en Mi es desorientado y confuso. Son palabras de Rilke. Yo me guardaría el delantal porque los q van en ese autobús no podrán ser infelices cuando contemplen el luminoso azul del mar, su viento contra la cara, su olor en los pulmones y la arena entre los dedos. El mar les protegerá y alimentará su espíritu