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Soledad (XXVII)

Soledad ya se ha ido enfadando con los comentarios que ha ido escuchando en su escalera vecinal acerca de la bendita lluvia que ayer cayó...:

—¡Qué asco de lluvia, María, cómo me dejó los cristales, que los acababa de limpiar justo ayer!

—Y que lo digas, Maruja, que justo acababa de tender la colada ¡y me la dejó como agua para chocolate!

Y así... Y yo pensando: Ay, madre, ¿pero no se lamentaban hasta ayer mismo estas mismas mujeres de la falta de lluvia, de que tenía que llover ya, que si no iban a venir todas mal dadas?

Ay, madre, y quién entiende nada, si, a lo mejor, no haya nada que entender, pues, tras la nada no exista nada del todo al final.


Soledad, cansada y un poco hartita, ha subido a casa con el pannuestrodecadadía:  4 mandarinas, 2 peras, medio melón, 2 cebollas, una cabeza de ajos, 3 pimientos verdes italianos y 4 limones (dicen que son muy buenos para todo, sus vecinas, que siempre la miran con condescendencia...).

Soledad ha dejado la carga (esta vez no es el Sol, que ya va menguando en fuerza), ni la Edad (que hoy ni siquiera ha sido invitada a comparecer en este vacuo diálogo vecinal). Soledad se siente hoy libre de sus sempiternos guardaespaldas.

Apoya Soledad su carga en el suelo de la cocina. Se aproxima al baño, cansada, rechazando, impaciente, el mechón de pelo que siempre le importuna en elalaalevederecha de su frente, arrugada hoy por el enfado de la cháchara absurda de sus absurdas vecinas...


Soledad suspira... Eleva su rostro para mirarse en ese único espejo de nomadrastraquenoseranuncalamasbellaenelespejitomagicodequienesmasbellaqueyo.

En ese momento especial, distinto de su vida, Soledad, confiada como siempre, se ha acercado al espejo y se ha mirado...

¡Y no se ha visto!


Soledad se ha quedado de piedra, estupefacta... Se ha puesto a temblar sin poder controlarse... ¡Ay, madre, ¿qué significa esto, madre, ay, qué puede significar?! ¿Acaso lo sabes tú, madre buena de mi alma? ¡Sálvame! ¡Recupérame! ¡Devuélveme! Por lo que más quieras, madre, por ti, por mí, por las dos, por el cordón umbilical que nos une samiesas y que ningún médico supo cortar, ¡dibújame de nuevo y te regalaré un corazón de azúcar, de los que tanto te gustan!


Ana Rosa M. Portillo

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