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Soledad (XXXVI)

Soledad, muchas noches –mientras macera sus manos en su delantal favorito, siempre acariciando y dando ánimos a sus pequeñas criaturas que son inocentes de todo–, piensa en la felicidad implícita a la niñez: esa situación asombrosa de ver el mundo desde abajo, como sin haber acabado de construirse del todo, como todo todavía sin haberse hecho del todo, esperando un último retoque de perfección que nadie sabrá dar, porque nadie sabe mientras mira el mundo desde arriba.

Ah, la infancia, ese espacio para enanos donde todo el mundo te puede pisar, mientras el niño ni siquiera concibe ese accidente, porque no piensa, no entiende, columpiado gratis en el palo gigante de su bastón-pirulí de fresa y nata. Qué va a saber él, si ni siquiera está aún escolarizado, si solo vive rodeado de potitos, peluches y petitsuits.

Cuando una es niña, madre, el mundo se reduce a una playa donde construir castillos mientras atesora conchas que intuye estrellas de mar para regalarle al cielo, un cielo donde intentar atrapar una nube de algodón (mejor si es de fresa con ojos desdibujados de chocolate negro ya a punto de derretirse), chocolate que cae a la alfombra de caucho que protege el suelo del parque de los columpios... Un reducto de miedos prehistóricos, en el que los dinosaurios aún dan miedo, y un poquito de risa también, porque de tan protegidos que estamos, miedo, miedo... pocas cosas dan.


Durante la infancia la Edad no existe todavía y el Sol embrida su brillo para no dañar al niño. El mundo se envuelve en celofán para proteger esos miembros delicados del bebé que sigue siendo bebé durante demasiado tiempo todavía, como todavía sin haber acabado de hacerse... Una burbuja de sueños posibles y de realidades imposibles, madre, todo al revés.

Durante la infancia, el mundo se ve desde abajo, y se ve bien. ¿Quién le puede reprochar a Soledad que desee de nuevo hacerse feto, habitar en el dulce útero de su amada madre, para nacer otra vez pura, niña, azúcar de chuches sin inventar todavía, que tiempo tendrá ella para volver a crecer y ver otra vez el mundo malo al revés, desde arriba...

Piensa Soledad, mientras se muerde el labio por la comisura derecha y acaricia al malogrado pingüino nuevo (oh, hermosa Navidad, ya recuerdo, ya pasado sin acabar de pasar nunca del todo) que se pintó él solito en su delantal, si no será eso, madre, el volver al útero amable de la infancia, el paraíso, madre, la felicidad...


Y ¿quién lo sabe, madre? ¿Lo sabes tú, acaso, y me quieres castigar en una infancia siempre frustrada, siempre a destiempo, porque no quieres que crezca nunca, madre, no soportas que me haga, si acaso, solo un poquito mayor? ¿Es eso, madre, es querer tú siempre ser niña dentro de mí, para que yo te proteja, madre, a la postre, de los dragones tan malos que, desde arriba, solo saben escupir vómitos abortados de los que nunca pudieron ser niños, desde abajo?

¿Será eso, madre? ¿Podré alcanzar a comprenderte alguna vez, sea desde arriba o desde abajo? ¿Bajarás por un segundo a acariciar este mi leve dedo que acaricia por un instante el levísimo pico desdibujado de mi dulce pingüino?

¿Lo harás, madre, lo harás?

Ana Rosa M. Portillo

2 comentarios

2 Comments


Guest
Jan 11, 2023

Agradezco este hermoso texto porque sí, porque me enseña que yo también estuve arriba y abajo, y me colgué de un columpio para no reconocerme enninguna edad, en ningún limbo. Bien por Soledad, que siempre sabe dónde está, aunque siempre parezca prrdida... Y gracias, porque lo que nos cuentas, nos lo dices con esa belleza y simplicidad apabullante que solo tu boca puede nos puede regalar.

Te queremos.

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Guest
Jan 15, 2023
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Bien.

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