Soledad, esta tarde, taciturna y triste, no sabe siquiera si sabe algo.
Ella sola se descubre perpleja, mirándose en un espejo sin azogue que devuelva imagen ninguna, sosteniendo una mano izquierda inerte (ya imaginada, mas válida milagrosamente todavía) sobre una mano derecha poderosa en función doble obligada (no orgullosa por ello; sí cansada).
Soledad siente que las lágrimas quieren salir de sus ojos a raudales, para anegar mares y cielos... Pero ella no es tonta, ni víctima, ni pretende anular el sustento que sostiene a la mismísima vida. No, no será ella quien cierre el riego del pálpito vital, quien apague el Sol que ilumina el mundo de los demás, quien estrangule el hilo de la Edad que sostiene la mínima lógica que sustenta el devenir del mundo.
No, no será ella quien destruya la rutina del latir de la Tierra, con todas sus vidas frustradas en mil tragedias suplicando catarsis postergadas ante Apolos sin oráculos, ya que prodigar –que el clientelismo se puso ateo, mira tú por dónde–, personajillos de teatro tragicómico que no alcanzarán la altura ni la felicidad de mis muñequitos chicos boqueantes, de mis gominolas de sabores indistinguibles, todas iguales en dulzor y textura, mas no en color...
¿Qué será del Gran Teatro del Mundo del humilde Calderón, madre, que nunca poseyó Barca alguna donde depositar sus sublimes dudas para ahogarlas en el mar?
¿Qué será de aquel mar Guilleniano que se secó por no recibir ya –díscolosdesobedienteshijosmalosnuevosricos– aquellas límpidas aguas de aquellos alegres ríos que serpenteaban juguetones los nemorosos prados de entonces, hace ya seiscientos años, tan lindos ha, tan espectros hoy?
¿Qué fue de lo que soñamos repetidamente cada noche en aquella infancia ya remota: aquellos payasos que caían siempre sin romperse nunca; aquellas barbis tan hieráticas y perfectas –que iban a ser consuelo de solteronas desacomplejadas, pero que, finalmente, encontraron novio [normas de la mercadoctenia, que no de la lógica ni del corazón]–; aquellas Primeras Comuniones con muñecas-ángeles de regalo con collares de rosarios; aquella primera pulsera de oroSol con tu nombre grabado –"esclava" se llamaba, nunca supe por qué–; aquel primer anillo de compromiso con Dios, que siempre le quedaba grande a un dedito tan chico todavía (¡oh, tiernadulceingenuaEdad!); aquella fe pesarosa que hacía agujeros en las rodillas de los leotardos sobre los reclinatorios de los confesionarios, cuando todos éramos mucho más buenos y queríamos serlo mucho más aún, y confesábamos –profundamente arrepentidos– la tijereta que le hicimos al compañero de la derecha para alcanzar nosotros el pañuelo en aquel juego tan simple al que jugábamos felices, y que solo requería como material y gasto un simple pañuelo (valía cualquiera, el ya agujereado del abuelo por tanto uso y tantos lavados en el restriego de los cantos del río –eso sí, sin mocos–, que entonces no se habían inventado los kleenex); aquellas "flores a María" de los mayos gloriosos de amapolas y violetas y gladiolos.
¿Qué digo yo, madre, «qué fue» ni «qué será», si lo que fue (o no fue) no tuvo por qué ser después, y aún menos seguir siendo, ni mucho menos por qué llegar a ser nuncajamás, ni siquiera nunca haber sido?
Solo una lágrima se me ha escapado, madre, ante una reflexión tan triste, ya llamada a claudicar antes de emprender siquiera el vuelo hacia el olimpo de los socráticos... Y mira tú por dónde, madre, ha ido a caer sobre la herida que mi dulce pingüino bobo y decapitado tiene en lo que, presuntamente, debió de ser su cabecita...
¿Tú crees, madre, piensas tú, que mi salobre involuntaria lágrima lo sanará o, al menos, le proporcionará un mínimo sosiego? Ojalá, madre, ojalá algo de mí sirva para algo fuera de mí.
Ana Rosa M. Portillo
Un texto estupendo, que sublima y eleva el tono de los anteriores. La repetición de temas y motivos crea un mundo coherente: estos textos bien podrían constituir un buen libro de prosa poética. La figura de la madre como eje central y el protagonismo del Sol y de la Edad estructuran y dan sentido al conjunto. Las referencias literarias aportan un sesgo culturalista que se equilibra con notas más populares e, incluso, humorísticas. Pero domina la nostalgia y el sentimiento de desarraigo, como no podía ser de otra manera, llamándose Soledad el nombre de la voz que escucha el lector.