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Teléfono, mi casa.

Ahora que ya estamos todos pensando en el fin del curso, en el fin de la campaña, en la cosecha, en irnos, quizás, de vacaciones, tal vez para no volver, creo que es un buen momento para reflexionar brevemente sobre el traído y llevado problema de la vivienda.


El asunto del hogar ha acompañado a la humanidad desde tiempos prehistóricos. En el cómic La casa. Crónica de una conquista, Daniel Torres repasa los avances conseguidos en los distintos modelos habitacionales desde el Neolítico. Las casas actuales, a pesar de su hipertecnificación, siguen siendo cuevas que nos proporcionan calor y un techo sobre nuestras cabezas. En mi casa, orientada al este, disfruto del sol de la mañana al igual que los concheros atiborrados de moluscos de la Cueva del Cuco, en Castro-Urdiales. Por cierto, me contaba una amiga hace unas semanas que a una hermana suya y a su marido, que trabajaban en Madrid, les surgió la oportunidad de hacerlo en Bilbao y no se lo han pensado: se han comprado un adosado en Castro y ahora son felices, van y vienen a trabajar al bocho como quien no quiere la cosa. Porque Madrid es mucho Madrid; estuve allí el sábado pasado en el casoplón de siete cifras de mi primo el empresario de éxito y tuve la sensación de estar en un búnker de lujo. También comimos marisco, pero los muros no nos dejaban contemplar el horizonte. Por otra parte, una de mis primas del pueblo, que es muy espabilada, se quedó a trabajar en su terruño y compró un apartamento en Madrid que le renta buenas perras. En el pueblo dicen que muchos de los que se fueron en los años ochenta a la metrópoli malviven en pisejos recalentados, y en las noticias, de vez en cuando, escuchas que en la Cañada Real siguen sin electricidad. Pero yo no conozco a nadie que viva en la Cañada Real. A los que sí conozco es a mis vecinos del pueblo: algunos de los pocos que viven todo el año han prosperado a base de currelo y se han hecho una buena casa; entre los demás vecinos, los no empadronados, los que vamos de vacaciones y de fin de semana, hay de todo: los que han retejado la casa de los abuelos, los que la derribaron y se la hicieron nueva y los que la vendieron y de ellos nunca más se supo. Las segundas residencias van transformando progresivamente en una urbanización con sombrillas, barbacoas y algún que otro cochazo en el asfalto lo que fue un pueblo lleno de cuadras, bardales y gallinas que picoteaban en calles de tierra.


Otra cosa son las ciudades de provincias. Uno de mis hermanos compró piso a los veinte años, lo vendió a los treinta y cinco y vive de alquiler desde entonces, nadie sabe por qué. Dice que cuando se jubile se va a ir a Málaga. Ya, ya, le decimos nosotros. Otro, que vive como un marajá, está de ocupa en casa de su novia desde hace lustros y tiene alquilado su piso. Se nota que entiende de finanzas. Una de mis hermanas tiene también piso alquilado en Ibiza, pisazo hipotecado en Palma y muchos y variados quehaceres, tantos que no tiene tiempo para nada. Tengo más hermanos, pero regresemos brevemente a los familiares en cuarto grado, que esto se alarga. Me cuentan que otro primo, de aquí, de la ciudad, ha alquilado el piso que heredó hace unos meses a las chicas que cuidaban a su madre y él, que en otros tiempos hubiera ganado la medalla al ahorro, se ha comprado un piso carísimo en una de las torres del bulevar sin tener que vender el piso en el que vive. Y entre mis amigos, y amigas, hay de todo: quien compró adosado con jardín en el alfoz y lo reformó y lo decoró to guapo y allí se quedó y quien se divorció y tuvo que volver a comprar un piso, pequeño, cerca de la casa de sus padres, ya mayores. Incluso tengo un amigo que vendió el piso de la capital, tan codiciado, y se volvió al pueblo y vive feliz, a pesar de ser autónomo. El funcionariado y el piso pagado es un camino al borde del precipicio.


Yo, a pesar de mi acomodada posición, vivo, como les he comentado, en un apartamentucho alejado del centro y con hipoteca residual. Es un pisejo que es y no es mío, porque fue otrora el piso de mi hermana. De mi otra hermana. Siempre he vivido en casas que no eran mías –eran de mis padres, o del Ayuntamiento, o de mi abuela– y nunca he sentido la necesidad de tener una casa verdaderamente propia. Mi ideal de vida es el del padre Feijoo: vivir retirado en una celda monacal donde estudiar y recibir la visita de gente ilustrada con la que conversar mientras degustamos una taza de chocolate con pastas. Y por hablar, podría hablar también de mi encantadora novia, cuya envidiable situación inmobiliaria no contribuye, al parecer, al incremento de su felicidad ni la de los suyos, pero prefiero no meterme en camisas de once varas y disfrutar de su agradabilísima compañía y de sus sueños de libertad.


Lo que quiero demostrar con esta prolija descripción de mi patio de vecinos particular es que hay tantas formas de buscarse un techo, o los que uno quiera y pueda, como personas. El techo de nuestras casas, o el no techo, es como una segunda piel, un duro caparazón que refleja nítidamente nuestra personalidad y nuestra historia. Porque ahora que estamos pensando en irnos de vacaciones, quizás para no volver, sabemos que, cuando estemos perdidos en otro planeta, señalaremos con el dedo un punto perdido en el espacio y diremos con infinita añoranza: E.T. phone home, E.T. phone home. Quiero llamar a casa, quiero llamar a casa... Pero ese número nunca estará en nuestra agenda de contactos. Solo al regresar a casa, al cruzar la puerta, seremos abducidos por nosotros mismos.

Teléfono, mi casa
Fuente: FreePik

Galaor de Langelot

2 Comments


Guest
Jun 27

Por favor, su ideal monacal no se lo cree ni usted.

Sí, en cambio, que nunca ha vivido en una casa propia... A pesar de lo que las escrituras digan.

Piense monacalmente por qué... Y vuelva tras las vacaciones...

Esas que todos pasaremos, como en los últimos tiempos, en un planeta paralelo.

Desarraigo planetario... Miedo da mirarse al espejo...


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Guest
Jun 13

Todo ser humano necesita un techo, una cueva, donde cobijar sus ilusiones y sus miserias, donde añorar el hogar primigenio al que tiene derecho también.

Pero un techo necesita, como el cielo, de estrellas que lo iluminen, lo decoren y le den calor...

La ambición del ser humano es desproporcionada y absurda casi siempre: conseguimos lo que deseamos, pero no nos basta; siempre hay otro planeta que nos parece más interesante, más atractivo, más envidiable... Lindo E.T., que sabe cobijar todo un hogar en un cálido dedo que es antorcha de luz.

Feliz verano, bonitas vacaciones y, por favor, regresa.

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